Relata
Filchner, que en la ciudad de Wurzburgo hay en la cripta del templo un
crucifijo, el cual tiene sus manos libres de los clavos y las ha cruzado sobre
el pecho. El crucifijo es objeto de una piadosa y vieja leyenda.
Resulta
que una noche entró a robar en el templo un ladrón. Se acercó al gran
crucifijo, y vio que sobre la cabeza del Señor había una valiosa corona cuajada
de piedras preciosas. No dudó ni un instante en hacerse con ella para venderla
y obtener dinero contante y sonante. Subió a la cruz y trató de coger la
corona, pero, ante su gran estupor, las manos de Cristo se ciñeron en torno a
su cuerpo. Sintió escalofríos de terror. Sus ojos, casi fuera de las órbitas,
contemplaban los ojos de Jesús a escasos centímetros de distancia. No podía
soltarse del abrazo.
Y así estuvieron largo
tiempo, mirándose los dos cara a cara. Las lágrimas comenzaron a correr a
raudales por las mejillas del malhechor, que no cesaba de pedir perdón a Dios
por sus múltiples pecados, hasta que al final fue el mismo ladrón quien se
abrazó fuerte al cuerpo herido del Crucificado. Cuando amaneció seguían unidos
en estrecho abrazo.
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